Hay soledades buscadas, provocadas y gozadas con fruición. Momentos en la vida más cortos o más largos en los que elegimos estar solos. Decisiones importantísimas para las que necesitamos imperiosamente la calma y la lucidez que aclaren nuestro juicio y nos permitan escoger la mejor opción y, aun en el caso en que comprobemos que hemos errado el camino, la equivocación será sólo nuestra y no tendremos la tristeza extra de haber metido la pata por consejo ajeno.
Hay momentos íntimos y absolutamente individuales en que la alegría, el llanto, el júbilo, la amargura, la euforia o la depresión tienen que ser sólo nuestros. Momentos extraordinarios en los que una paz cósmica nos protege del caos y la confusión, y ahí estamos, solos, sin pena ni añoranza, casi como bebes recién nacidos.
Es el mágico momento en el que uno decide entrar a ver esa película que ningún familiar, amigo o conocido quiere compartir porque es un bajón, porque es muy larga, porque es muy estúpida, porque es demasiado comercial o demasiado artística, porque no le gustan los cines del shopping o porque no la dan en ningún shopping y «yo a los cines viejos no entro ni borracho, ¿viste?» Y entonces uno, más uno que nunca, se mete por propio gusto a hacer lo que se le canta y se le chifla, contra viento y marea.
Existen esos momentos en los que "el alma se serena" y la meditación sin chantada esnob de gurús de ocasión se nos impone como remanso y facultad pensante que nos diferencia de nuestros amigos de cuatro patas, ojitos tristes y rabos juguetones. A veces son momentos en los que la vida nos enfrenta con problemas muchos más complejos que elegir una película, momentos en los que la soledad ayuda y elimina la confusión de oír veinte campanas y ningún sonido.
¡Bendita soledad aquella que elegimos! ¡Maravillosa quietud para evaluar, sopesar, elegir y reflexionar!
Maldita soledad, en cambio, aquella que nos priva de seres queridos y amigos entrañables que se nos van y nos dejan sin referencia, sin códigos comunes, sin complicidades de vida, sin recuerdos compartidos, sin secretos repliegues de nuestra existencia que sólo ellos conocen y valoran. Maldita la soledad de la casa vacía que un día estuvo llena, la soledad de no oír respirar en la habitación contigua o en la propia cama al compañero que no está. Perversa soledad de la cosecha amarga que les toca a aquellos que no han sabido cultivar la amistad y, llevados por la arrogancia, el orgullo, el mal genio y el egoísmo, han sembrado vientos y soportan las tempestades de la peor soledad y el peor vacío. Quien ha tenido el tino, la sabiduría y la inteligencia de abrirse al amor, al afecto, a la amistad y al humor, es muy difícil que sufra la amarga soledad del fin del día. Uno ve a esos viejitos de la plaza que se enroscan en discusiones políticas y morales o en interminables torneos de bochas o ajedrez, a esas viejitas que van a clase de gimnasia o de danza folklórica en centros de jubilados, clubes o espacios verdes, a veces con su perro faldero o su tejido o su diario, y se da cuenta de que esos "solos" tienen compañía, que cada roto encuentra su descosido y que la peor muerte es la del aislamiento, el autismo y la bajada de brazos ante la "fiera venganza del tiempo".
No es bueno tenerle miedo a la soledad. Sólo hay que saber que lo que se pierde se puede recuperar de distintas maneras y con diferentes modos. Es terrible buscar en el nuevo amigo el símil de aquel que no está más; es tonto buscar el reemplazante de aquel amor inolvidable que nos llenó de dicha y que no volverá.
Es más inteligente procurar nuevos amigos, nuevos amores, nuevas compañías, que serán originales, distintas y por lo tanto estimulantes.
No hay peor solitario que el que se aferra a lo que ya fue o a lo que no pudo ser. El buscador de compañías, el que no se entrega, el que sabe hablar consigo mismo y con sus queridos fantasmas se proyecta hacia un futuro lleno de sorpresas, con la ilusión de un niño al que siempre le falta algo por aprender.